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Ungidos para violentar: abusos sexuales en el nombre de Dios

En Colombia, donde el púlpito se convierte en trinchera del poder y la Biblia en escudo del agresor, las iglesias evangélicas son, a veces, templos del silencio. Tres historias recientes, donde pastores abusaron sexualmente de niñas y mujeres, revelan una estructura patriarcal, violenta y cómplice, en la que la fe se usa para someter. En estos relatos no hay milagros, pero sí cuerpos rotos, comunidades indignadas y un Estado ausente.

Primera historia: La niña que corrió envuelta en sábanas
Martes, 29 de abril de 2025. Vereda San Andrés, Chinchiná, Caldas.
La cámara de seguridad graba una escena que quiebra el alma: una niña de 13 años sale corriendo de una casa rural. Está descalza, cubierta apenas por sábanas. Corre con el miedo clavado en la espalda. Tras ella, un hombre con camisa blanca, identificado como José Ramírez, pastor de la Iglesia Ministerio Apostólico del Reino. También es su padrastro.

Según los vecinos, el pastor intentó abusar sexualmente de la menor. La niña logró escapar, pidió ayuda a un vecino y fue llevada al hospital. La comunidad reaccionó antes que la policía: golpearon al hombre, lo insultaron, lo redujeron.

El video de su captura muestra a Ramírez ensangrentado, escoltado por uniformados, mientras una turba —hombres, mujeres, jóvenes— le gritan lo que tal vez la niña aún no puede decir. La justicia llegó primero por mano propia.

Segunda historia: El pastor que “aconsejaba” a niñas en Medellín
Martín Emilio Vélez Correa dirigía una iglesia evangélica en el noroccidente de Medellín. Predicaba sobre el amor de Dios, ofrecía asesoría espiritual a niñas de 13 y 15 años. Las llamaba a “sesiones privadas”, les decía que eran especiales, elegidas.
Durante más de una década, según la Fiscalía, abusó sexualmente de tres menores. Tocamientos, acceso carnal, manipulación religiosa. Lo hizo bajo el amparo de su investidura: el pastor, el ungido, el hombre de Dios. En 2024, tras años de impunidad, fue detenido y judicializado.
Negó los cargos, como todos. Pero los testimonios de las víctimas eran claros. Lo que la comunidad llamaba guía espiritual era, en realidad, violencia sexual.

Tercera historia: 14 años de abusos, silencio y condena
Francisco Jacomó fue durante 14 años el pastor principal del Centro Cristiano de Alabanza El Shaddai. Su doctrina mezclaba la obediencia con el miedo, la sumisión con el deseo camuflado de divinidad.
A las mujeres que abusaba las llamaba “elegidas”. Les decía que los besos eran prueba de Dios, que los tocamientos eran necesarios para tallar su carácter cristiano. Durante años, manipuló textos bíblicos, impuso silencio, usó la culpa como herramienta de control.

Abusó de mujeres y niñas, incluyendo a dos hijas menores de una feligresa. En 2019, algunas víctimas decidieron hablar. Fueron revictimizadas por el sistema judicial. “Eso le pasa a una niña, no a una adulta”, dijo una fiscal.
En 2024, Jacomó fue condenado a 25 años de cárcel por acceso carnal violento y acoso sexual. El juicio abrió la puerta para investigar otros casos aún ocultos en la comunidad.

Estas no son historias aisladas. Son expresiones de un patrón: el machismo institucionalizado en muchas iglesias evangélicas. Pastores con poder absoluto, sin control, sin rendición de cuentas. Mujeres y niñas convertidas en cuerpos sacrificables. Comunidades que prefieren no ver. Estados que llegan tarde o no llegan.
Las iglesias evangélicas en Colombia, lejos de ser refugios espirituales, han sido espacios donde se reproduce y encubre la violencia patriarcal. Casos como los de los pastores José Ramírez, Martín Emilio Vélez y Francisco Jacomó reflejan un patrón de abuso sexual sistemático por parte de líderes religiosos, aprovechando el silencio impuesto por la fe y la manipulación emocional.

En muchas zonas rurales, los pastores han asumido roles de poder absoluto, sustituyendo al Estado y controlando la vida íntima de los fieles, con un enfoque de sumisión femenina y castigos “espirituales”. La teología patriarcal coloca a las mujeres en una posición de inferioridad, justificando el abuso como “voluntad divina” o “prueba de fe”.
Cuando las víctimas intentan denunciar, son revictimizadas y acusadas de mentir, enfrentando una justicia lenta y muchas veces cómplice. La presión social dentro de las iglesias refuerza el miedo al ostracismo. El Estado, por su parte, ha dejado de intervenir, permitiendo que estas iglesias operen sin regulación ni protección para las mujeres y niñas.

Estas iglesias también se oponen a leyes de protección y promueven campañas que fortalecen la cultura de la violación. En lugar de ser aliadas en la lucha contra la violencia de género, muchas son barreras para erradicarla.
La violencia patriarcal en estas iglesias no es aislada, sino un sistema misógino que opera con total impunidad y en complicidad con un Estado indiferente. Las víctimas necesitan justicia, no solo oración. Esto solo será posible si se rompe el pacto de silencio, se regula a las iglesias y se da voz a las sobrevivientes.

Por: Sofía López, abogada , periodista y defensora de derechos humanos de la Corporación Justicia y Dignidad