La lluvia cae como una bendición y una condena. En Jericó, las noches húmedas del Suroeste antioqueño son testigo de algo más que el aguacero: llevan ya 21 días de resistencia campesina frente a la multinacional AngloGold Ashanti. Lo que podría ser una postal rural se ha transformado en un plantón cargado de dignidad, hambre, cansancio y miedo.
Un hombre de 85 años, que ha sembrado maíz toda su vida, ahora es acusado de secuestro simple, hurto calificado y daño en bien ajeno. Su crimen, como el de muchos otros: no dejar pasar la minera. No tener miedo. No irse. Defender lo que ha sido suyo, suyo de verdad, antes que llegaran los mapas, los permisos, las plataformas, los helicópteros, la policía.
Y lo más irónico: las imputaciones se hicieron el 22 de abril, el Día de la Tierra. Mientras el mundo hablaba de cuidar el planeta, en Jericó se judicializaba a quienes lo cuidan con el cuerpo, con la palabra, con su historia.
La Fiscalía 147 Especializada de Antioquia ha puesto nombre y número a la resistencia: campesinos, líderes comunales, adultos mayores. La acusación: impedir la libre operación de la empresa sudafricana en el corazón verde del país. Pero ellos, desde hace más de 14 años, solo han hecho una cosa: cuidar el agua, los cafetales, los nacimientos. Cuidarse.
“Nos quieren callar con expedientes”, dice una mujer con la voz temblorosa pero firme, mientras carga un termo de aguapanela. “Dicen que somos delincuentes por no aceptar que perforen la montaña”.
Desde que AngloGold Ashanti empezó a perfilar el proyecto Quebradona, Jericó y Támesis se convirtieron en epicentro de una pugna entre la megaminería y la vida campesina. Los concejos municipales prohibieron la minería en 2017. Pero el Tribunal Administrativo de Antioquia anuló la decisión. Después intentaron una consulta popular. También fue bloqueada.
La democracia se volvió trámite.
En estos días de neblina, un predio privado en la vereda La Soledad —donde la empresa fue sorprendida haciendo exploración sin licencia— sigue sin ser fiscalizado. Las denuncias de minería clandestina no provocan urgencia institucional. Las tiendas cierran antes, los ojos se bajan, los uniformes suben y bajan la vereda como sombras.
Y mientras tanto, la fiscal general —la misma que emitió la Directiva 0001 que ordena no judicializar la protesta social— permanece en silencio. O en Bogotá. O en algún foro. Pero no en Jericó.
Las noches frías del suroeste, esas que huelen a tierra mojada y café, se han convertido en trincheras. Las personas duermen sobre lonas, bajo plásticos, entre historias compartidas. No hay armas. Hay termos, tamales, pancartas, y un grito que se repite como oración:
“¡Sí a la vida, no a la mina!”
Desde Palocabildo, otro corregimiento en resistencia, también se mantiene el plantón. Exigen que la Agencia Nacional de Minería actúe, que alguien escuche, que se detenga esta máquina imparable que excava más allá del suelo: que excava el alma del campesinado.
AngloGold Ashanti se comporta como un Estado paralelo. Lo denuncian como lo haría un periodista honesto, como lo haría un abuelo contando cuentos a sus nietos: con el peso de la verdad.
Porque en Jericó, resistir ya no es solo un verbo: es una forma de existir.
Y ahora, al parecer, también es un delito.
Por Sofía López abogada y periodista de la Corporación Justicia y Dignidad