Sara Millerey tenía 32 años. Quizá soñaba con un futuro sencillo: una casa propia, un amor limpio, la posibilidad de caminar por la calle sin miedo. Pero eso, en este país que celebra la muerte con discursos vacíos, le fue negado. A Sara la golpearon hasta quebrarle los huesos. Luego la arrojaron a una quebrada como si su vida no valiera nada. Como si su nombre, su identidad, su dignidad, fueran basura.
Era viernes. El sol caía como plomo sobre las calles de Playa Rica, en Bello. En algún punto de esa tarde, a Sara la sacaron de la vida que tejía con dignidad, a golpes. Golpes de odio. Golpes que no buscaban robarle nada más que su existencia. Su cuerpo, aún con vida, fue arrojado a las aguas de la quebrada La García. Pero Sara se aferró. A las ramas. A la vida. A la posibilidad de que alguien la oyera.
Y alguien la oyó.
Dos hombres, acaso conmovidos por su grito, se lanzaron al agua y la sacaron de allí. Después vendría el traslado al hospital. La cama fría. La espera. El dolor. La muerte.
Murió días después. No porque quisiera. No porque estuviera sola. Sino porque los golpes habían sido brutales. Le fracturaron manos y pies, como si el castigo fuera no permitirle salir jamás de la quebrada. Como si quisieran borrar su humanidad.
Pero el agua no borra la violencia. La arrastra. La exhibe. La devuelve, como un espejo sucio que este país se empeña en no mirar.
Sara fue la número trece. Trece personas LGBTIQ+ asesinadas en Antioquia en lo que va del año. Hugo Alexander Ramírez Carmona, muerto en su casa en Medellín. Luis Fernando Orozco, asesinado en Zona Bananera. Todos distintos, pero unidos por el mismo hilo rojo de la impunidad. La misma rabia. El mismo silencio institucional que a veces se disfraza de comunicados, de planes vacíos, de protocolos sin alma.
No es casual. Es sistemático.
Mientras la Gobernación de Antioquia y la Alcaldía de Medellín guardan discursos de inclusión en las gavetas, la sangre de Sara tiñe las aguas de La García. Hugo muere en la madrugada, sin que nadie lo salve. Luis Fernando cae en Orihueca, bajo el plomo de unos sicarios.
¿Qué más se necesita para decir que esto es una masacre a cuentagotas?
A Sara no la mató solo quien levantó la mano. La mataron los prejuicios. La mató el Estado con su indiferencia. La mataron quienes callan, quienes justifican, quienes dudan que una mujer trans merezca justicia.
Y sin embargo, algo queda.
Queda el grito de Sara entre las ramas. Quedan los dos hombres que la sacaron del agua. Queda la voz de quienes, como ustedes al leer esto, se atreven a no olvidar.
Porque la dignidad —como el río— siempre encuentra un camino.
Por: Sofía Lopez Mera, abogada y periodista de la Corporación Justicia y Dignidad .