Decían que los tiempos eran oscuros. Que el corazón del mundo latía con miedo. Que la política era el reino de los necios con poder: los Netanyahus, los Trumps, los que confunden la fuerza con la destrucción. Decían que ya no quedaban pastores, sino administradores de templos, vestidos de oro mientras los niños dormían en las calles, y los cuerpos de los migrantes flotaban como botellas sin mensaje en las costas de Europa.
Pero entonces apareció él.
Un hombre sencillo, nacido entre las orillas del Río de la Plata y los barrios donde los pobres todavía rezan a la Virgen con los pies descalzos. Le pusieron el nombre de Francisco, como el santo que abrazó a los leprosos y le habló a los lobos.
Y desde el primer día dijo algo que hizo temblar los mármoles del Vaticano:
“Quiero una Iglesia pobre para los pobres.”
No era una frase. Era un giro. Un gesto. Una bofetada suave al confort de siglos. Francisco bajó del palacio y salió a la calle. En su voz vibraba la memoria de los curas asesinados en América Latina, de las monjas desaparecidas, de los campesinos enterrados en fosas comunes por soñar con tierra y dignidad.
“Esta economía mata”, dijo sin titubear, mirando de frente a los banqueros, a los tecnócratas, a los amos del algoritmo. Y en esa frase cabían los millones que mueren de hambre, los que se cuelgan de puentes por no pagar una deuda, los que se rompen el lomo en fábricas invisibles para que otros llenen vitrinas.
Francisco no empuñó el fusil. Empuñó la palabra. Y fue más letal.
“Mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, no se resolverán los problemas del mundo.”
Y lo dijo mientras bendecía las manos callosas de los cartoneros, mientras abrazaba a los indígenas de Bolivia, mientras escuchaba a las madres que lloran hijos asesinados por el Estado. Lo dijo en medio del polvo, sin escoltas, sin miedo, como un viejo profeta del Sur.
En un mundo que levanta muros, él gritó:
“Los migrantes son el símbolo de todos los descartados de la sociedad globalizada.”
Y mientras las democracias se convertían en máscaras del capital, él se sentó con los movimientos populares y les dijo:
“Queremos un cambio, un cambio real, un cambio de estructuras. Este sistema ya no se aguanta.”
La curia lo miraba con ceño fruncido. Los ricos se incomodaban en sus bancas doradas. Pero los pobres, los silenciados, los que no caben en las estadísticas, lo escuchaban como quien escucha por fin una voz que no viene a juzgar, sino a liberar.
Francisco no fue un teólogo de escritorio, pero caminó al lado de la teología de la liberación, con los pies descalzos y el corazón en carne viva. Rescató el alma de la Iglesia y la colocó otra vez del lado correcto de la historia.
Mientras el mundo se hundía en guerras, pandemias y fascismos reciclados, él encendió una vela.
No resolvió todo, no lo pretendió.
Pero alumbró el camino.
Y nos recordó que aún en medio del odio,
el amor sigue siendo revolución.
Por: Sofía López, abogada y periodista de la Corporación Justicia y Dignidad