Potrerito no figura en los titulares internacionales. Pero si la tierra hablara, contaría una historia de guerra que nunca se fue. Fue la lluvia quien la empezó a contar: el domingo 4 de mayo, un aguacero fuerte hizo ceder la tierra en una trocha entre tres fincas de la vereda Gato de Monte, en el corregimiento de Potrerito, Jamundí. La comunidad, acostumbrada a abrirse paso entre el barro, llegó al día siguiente con palas para despejar el camino.
Lo que hallaron fue el espanto: cráneos, huesos, restos con botas puestas, ropa todavía adherida al cuerpo como testigo mudo de lo que pasó. Lo demás fue silencio y una pregunta que golpea como la lluvia en el techo de zinc: ¿de quién son esos huesos?
Las autoridades aún no lo saben. Se presume que tienen entre 20 y 12 años bajo tierra. Tal vez fueron víctimas del Bloque Calima, que convirtió el sur del Valle en un territorio de control paramilitar; o de las BACRIM que heredaron el negocio y la violencia. Quizás sean falsos positivos de la época de Uribe, cuando jóvenes eran arrancados de sus barrios para inflar cifras de combate. Quizás cayeron en los enfrentamientos entre el Ejército y las FARC antes del diálogo, cuando el entonces ministro Santos decía: “hay que arreciar y arreciar”, pensando más en fórmulas para escalar la guerra que en premios Nobel de Paz.
Quizás son víctimas de la Jaime Martínez, la disidencia que ahora manda en las montañas de Jamundí, o de la Segunda Marquetalia, que llegó primero, bajando por Buenos Aires como sombra de un pasado que nunca se fue.
Lo cierto es que esos huesos —como tantos en Colombia— son de personas que alguien sigue buscando. Madres, esposas, hermanas que rezan sin tumba y sin respuestas. Mujeres que se han cansado de esperar, pero que no han renunciado.
Los organismos internacionales han sido alertados: la ONU, el MAPP-OEA, la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas. Harán su trabajo. Tomarán muestras, pondrán banderas blancas, cruzarán listas. Pero allá, en la vereda Gato de Monte, lo que hay es dolor sin nombre. Cuerpos sin voz. Y una comunidad que convive con la muerte como si fuera un árbol más del monte.
Porque lo que pasó en Potrerito no es un hecho aislado: es un eco más de una guerra que nadie ha podido parar. Una guerra que ha enterrado a los suyos a escondidas, mientras la historia oficial habla de paz y reconciliación. Allá, donde la lluvia revela verdades, el conflicto sigue oliendo a tierra removida.
Por Sofía López Mera, abogada y periodista de la Corporación Justicia y Dignidad