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Emilse Jiménez: La madre que camina entre las sombras buscando la luz en el Día de la Afrocolombianidad

A Emilse la conocí en una reunión virtual, de esas donde las cámaras parpadean y las voces se entrecortan, pero el alma se reconoce de inmediato. Era la sesión fundacional de nuestro Movimiento de Madres y Mujeres por la Paz. No necesitó decir mucho para estremecerme. Su historia entró a la pantalla como entra el viento: sin pedir permiso, removiendo todo a su paso. Y la abracé con todo el amor del mundo, aunque fuera con palabras, aunque fuera desde lejos.

La abracé aún más fuerte el día que fundó la Guardia Intercultural Humanitaria, en el parque de Yumbo, Valle del Cauca, bajo el calor espeso de una mañana de sábado. Era el punto de partida, justo antes de subirnos a la chiva que nos llevaría al resguardo de Valle del Sol, donde ella cumpliría su misión. Emilse, con sus largas trenzas afrocolombianas y su acento dulce, se paró frente al grupo con la dignidad que dan el duelo y la esperanza. Supimos entonces que estábamos siendo testigos de algo más grande que nosotras mismas.

Venía bajando del monte como bajan las mujeres negras de las guerras: con la espalda cargada de historia, con las manos vacías de su hija y de su nieto, y con el corazón lleno de nombres sin tumba.

Emilse Jiménez no nació para ser heroína. Nació en Buenos Aires, Cauca, donde el río Cauca arrastra más muertos que peces y donde el plomo cae más rápido que la lluvia. Allá crio a Jessica Viviana Carabalí, una hija de fuego que aprendió a hablar en reuniones comunitarias, a escribir en carteles de protesta, y a soñar en clave de resistencia. Jessica fue lideresa social, se metió con los poderosos de turno, con los que pegaban a las mujeres en la oscuridad y con los que mandaban a matar desde sus escritorios.

El 25 de julio de 2018, Jessica cayó al suelo con dos disparos en el cuerpo. La encontraron al lado del patio de su casa. Dicen que fue su expareja, un exmilitar que ya la había golpeado antes. La llevaron al hospital. Duró quince días entre la vida y la muerte, y se fue sin hacer bulla. Tenía 32 años. Tenía futuro.

Desde entonces, Emilse no duerme igual. A veces se levanta de madrugada, con el corazón en la boca, tocando puertas como si su nieto aún pudiera estar detrás de alguna. Él también está desaparecido. Lo reclutó la guerra. Lo arrancaron de la escuela, del juego, de los abrazos de su abuela. Nadie sabe dónde está. O todos lo saben y nadie quiere decirlo.

Emilse no se dejó morir. A pesar de que el alma le duele, a pesar del miedo, a pesar de que no ha podido volver a su escuela en Masamorrero, donde enseñaba con tizas de colores y cuentos tejidos con memoria. A pesar de que recibe mensajes de amenaza, a pesar de que la buscan para callarla. A pesar de todo eso, Emilse se paró firme y creó la Guardia Intercultural Humanitaria. Porque entendió que su dolor no era solo suyo. Que la desaparición no tiene color, que el reclutamiento no distingue etnias, que la bala no pregunta por la cédula. Y entonces llamó a las madres indígenas, a las campesinas, a las de las ciudades, a las desplazadas, a las rebeldes. Las llamó a todas.

Así nació el Movimiento de Madres y Mujeres por la Paz, así nació la Guardia Intercultural Humanitaria. No nació en una oficina, nació en las caminatas largas, en las asambleas de humo y panela, en las velas encendidas frente a los cementerios. Emilse es madre buscadora, pero también es madre sembradora. Siembra dignidad en la tierra dura del olvido. Siembra memoria con palabras dulces. Siembra justicia con manos temblorosas.

Con el tiempo, comprendimos que ella nunca decía el nombre del movimiento de la misma forma. A veces decía “Movimiento Nacional de Madres Buscadoras por la Paz”, otras veces lo nombraba como “Movimiento Nacional de Madres Luchadoras por la Paz”. Al principio creímos que era un error, una confusión comprensible en medio del dolor. Pero luego entendimos: era su mandato de mayora afrocolombiana, de mujer que invoca con la palabra. Para Emilse, ser madre implica ser buscadora, luchadora, sembradora. No le bastaba con decir “mujer”; necesitaba un adjetivo de resistencia. Y así nos renombraba a todas. Nos paría de nuevo. Y antes de hablar, en cada reunión, nos decía: “Compañeras, reciban un saludo de lucha ancestral, de bienestar y de resistencia”, como quien sopla ceniza para reavivar la brasa.

Hoy, 21 de mayo, día de la Afrocolombianidad, día de la Diversidad Cultural, día de los pueblos que se niegan a arrodillarse, escribimos sobre Emilse porque su lucha es más grande que su tristeza. Porque ella no solo busca a los suyos: convoca a las que todavía pueden amar, a las que aún creen en la vida, a las que no han perdido la rabia ni la ternura.

Hoy celebramos a Emilse, no porque no tenga miedo, sino porque camina con él. Porque su duelo es un canto. Porque su amor no tiene fronteras. Porque en un país donde las madres entierran a sus hijos, ella decidió sembrar futuro con el mismo dolor con que otros siembran balas.

Por Sofía López Mera, abogada y periodista de la Corporación Justicia y Dignidad.