En la vereda La María, en Jambaló, al norte del Cauca, el 10 de junio de 2009 dejó de ser un día cualquiera. Para una mujer —cuyo nombre aquí no diremos porque aún la protegen el silencio y el miedo—, ese fue el día en que dos soldados del Ejército Nacional, Carlos Pulgarín y Héctor Elías Luján, le arrebataron la vida tal como la conocía. La interceptaron cuando caminaba, como tantas veces, por el monte que une a su comunidad con el resto del país. La violaron. Eran miembros activos de la Tercera Brigada.
El horror no terminó ahí. Quien la encontró después fue otro militar, que no se hizo el de la vista gorda y reportó el hecho. Fue él quien activó —a su modo— un intento de justicia. Pero lo que siguió fue otro tipo de violencia: amenazas, operativos disfrazados de presencia militar en su casa, seguimientos, miedo. Su abogada también fue testigo de esa persecución, de cómo se convirtió en objetivo solo por atreverse a hablar.
Ella vivía en Chimicueto. Tenía sueños simples: estudiar secretariado, cuidar a su familia, vivir en paz. Pero la guerra se le metió hasta los huesos. La Fiscalía encargada, bajo el mando del reconocido fiscal Juan Carlos Olivero —eterno funcionario de la Unidad de Derechos Humanos en Cali, tristemente célebre por maltratar a las víctimas y promover la impunidad en el suroccidente colombiano— recibió la denuncia, pero convirtió el proceso en una sala de interrogatorios que hurgaban más en su dignidad que en la responsabilidad de sus agresores. No hubo enfoque diferencial, ni perspectiva de género. Solo papeles, demoras y un sistema ciego.
Años después, logró que los responsables fueran condenados. Pero uno de ellos, Carlos Pulgarín, se fugó. No está tras las rejas. Hoy, se encuentra en libertad gracias a los beneficios de la Jurisdicción Especial para la Paz. El otro también camina sin restricciones. Ella, en cambio, vive desplazada. Medianamente reparada por la justicia contencioso-administrativa —una indemnización sin alma, sin abrazo, sin verdad—, intentó levantar a su familia.
Pero la guerra volvió. En noviembre de 2023, su hijo menor de edad fue reclutado por un grupo armado. No supo más de él. La historia volvió a empezar.
Más al sur, en Puerto Caicedo, Putumayo, octubre de 2004 es recordado como el mes más oscuro por ocho mujeres. Juan Pablo Sierra Daza, apodado “el monstruo”, las violó en una sola semana. También asesinó a Rosalía, una campesina, y a Juan Guillermo, un niño motorista. No fue un delito aislado. Fue una operación de terror cometida con los paramilitares de las AUC. Las autoridades lo sabían. La comunidad lo gritó. Pero años después, Sierra Daza también se acogió a la Jurisdicción Especial para la Paz. Y también quedó libre.
Las víctimas, en cambio, no han vuelto a caminar tranquilas por sus calles. Cambiaron de casa. Algunas, de nombre. De vida. La justicia no fue hecha para ellas.
Ambos casos están hoy en etapa de fondo ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. El primero cuenta incluso con medida cautelar. Pero ni siquiera eso ha sido suficiente para que haya una verdadera posibilidad de justicia.
Estos dos casos, de la Colombia invisible, nos muestran lo mismo: un sistema judicial que se arrodilla ante la impunidad, una paz que no se negoció con las mujeres en el centro, y un país que les sigue fallando. Hoy, Día por la Dignidad de las Víctimas de Violencia Sexual, no se trata de cifras ni conmemoraciones vacías. Se trata de reconocer que el cuerpo de las mujeres ha sido campo de batalla y que la justicia, muchas veces, ha sido cómplice por omisión.
Ellas no han pedido venganza. Solo han pedido verdad, reparación y garantías de no repetición. Pero ni siquiera eso han recibido.
Por Justicia & Dignidad