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“Aquí matan y seguimos comiendo”: crónica de un territorio donde la muerte dejó de ser noticia

En Puerto Tejada, un niño juega con un balón desinflado en la esquina del barrio Betania. A pocos metros, todavía se distingue una mancha marrón en el asfalto: la lluvia no logró borrar del todo la sangre de Ivonne Aponza. El sol cae vertical, indiferente. La vida sigue.

El sábado pasado, Ivonne caminaba por una calle familiar cuando dos hombres se le acercaron sin decir palabra. Los disparos, como una sentencia repetida, se escucharon a lo largo del barrio. Nadie alcanzó a hacer nada. Nadie se atrevió a hacer más. Ivonne murió allí mismo, en la vía pública, frente a la mirada silenciosa de quienes, por costumbre o miedo, bajan los ojos ante la violencia.

En el norte y centro del Cauca, la muerte ya no conmueve. Es una presencia cotidiana, como el ruido de las motocicletas o el mercado de los martes. En la vía entre Florida y Miranda, cerca del puente de El Llanito, apareció el cuerpo de Fredy Muñoz —“Chocho”, para los suyos—, con impactos de bala. Había estado la noche anterior compartiendo con amigos. Esa madrugada, su familia escuchó disparos. Por la mañana, fue otro cuerpo al margen de la carretera. Otra noticia breve. Otra víctima sin titulares.

En Cajibío, los cuerpos de Diego Fernando Navia y Alexander Gurrute fueron encontrados en el río, días después de que sus familias los reportaran como desaparecidos. Salieron de sus casas el 9 de mayo. No volvieron. Nadie sabe —o dice— qué les pasó. Lo cierto es que los buscaron durante dos semanas, hasta que el río los devolvió. Cajibío lloró en voz baja.

También en Santander de Quilichao, durante una marcha por la liberación de un comerciante secuestrado, hombres armados asesinaron a Wilson Yagen. Fue en el barrio Calama, a plena luz del día. Mientras unos marchaban por la vida, la muerte seguía su rutina.

En ese mismo municipio, en la carrera 13 entre calles 2 y 3, una mujer identificada como Luisa Fernanda Ocampo, de 21 años, fue asesinada junto a un hombre habitante de calle. Él sobrevivió. Ella murió allí, sin que nadie la reclamara. Hoy, su cuerpo permanece en la morgue. Ni una llamada. Nadie la llora públicamente. Nadie ha ido a buscarla.

Y es que la lista crece sin pausa. En Corinto, hombres armados sacaron a Carlos Mario Medina de su casa, lo golpearon, y lo mataron frente a los vecinos del barrio Villa del Rosario. Tenía 20 años. En Piendamó, dos adolescentes fueron atacados; uno de ellos, Juan Pablo Urrutia, murió en el lugar. El otro sobrevive, aunque no se sabe por cuánto ni en qué condiciones. En Perico Negro, zona rural de Puerto Tejada, el vigilante Ersain Cazaran fue asesinado durante un robo. Dejó a su esposa viuda y a tres hijos huérfanos.

En los informes, son apenas cifras, notas en la prensa local. Pero en las casas se sienten como un silencio espeso. La gente sigue caminando, comprando plátanos, barriendo las aceras. Las madres esconden su miedo detrás de los quehaceres. Los niños crecen sabiendo que aquí se mata y que lo peor sería hacer demasiadas preguntas.

“¿Cómo se vive cuando se normaliza la muerte?”, pregunta una lideresa en voz baja, con la mirada fija en la tierra. “Aquí matan y seguimos comiendo”, responde otra mujer, sin sarcasmo, sin rabia. Solo con la resignación de quien ya ha llorado demasiado.

Lo que ocurre en el norte y centro del Cauca no es nuevo, pero se ha vuelto parte del paisaje. La violencia ha dejado de ser un escándalo. Se volvió hábito. Se volvió rutina.

Todos estos hechos ocurrieron en una sola semana: la del 25 de mayo. Hoy es viernes. Y no sabemos aún cuánta muerte nos venga encima.

Y mientras tanto, seguimos esperando a que alguien escuche. Que alguien mire. Que alguien diga: esto no es normal.

Por Prensa Justicia & Dignidad