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De Comuneros del Sur a las Autodefensas de la Sierra: las víctimas siguen sin voz

Ahí estaban, en la plaza de Pasto, el Presidente y los voceros de Comuneros del Sur. Bajo un cielo cargado de memoria, como si la lluvia trajera consigo los años de guerra, se montó el acto: 585 artefactos explosivos entregados no como trofeo, sino como despedida. Como quien entierra la rabia y espera que germine algo distinto. Uno a uno, los discursos se pusieron como ruanas: pesados, bordados de promesas, tejidos de historia. Y de olvidos.

Comuneros del Sur nació en el 92, cuando la selva era más selvática, el Estado era un rumor y la rabia era ley. Una disidencia del ELN, dicen, aunque con alma campesina y pies en la tierra. “La lucha armada está caduca”, dijo Roger Garzón.

Petro habló de Camilo Torres, del viejo sueño insurgente, de traquetos con corbata. Habló de paz como quien reza. Delante de él, dos mil almas nariñenses escuchaban. Algunas lloraban. Otras aplaudían sin convicción.

Pero entre los aplausos y la parafernalia, algunas voces quedaron atrapadas en la garganta del país: ¿y las víctimas? ¿Dónde está la verdad que prometieron? ¿La justicia? ¿La reparación? ¿Qué se negocia cuando no se escucha a quienes lo han perdido todo? ¿Es suficiente cambiar balas por votos, si no hay garantías ni territorio?

Porque el Movimiento Nacional de Madres y Mujeres por la Paz lo ha dicho sin rodeos: no se puede desmovilizar sin consultar a las autoridades indígenas ni a las víctimas. ¿Se van a desmovilizar con la justicia indígena, sin respetar sus estructuras, sin entender que aquí la justicia también es ancestral? ¿Quién verificó que los desmovilizados de Comuneros eran realmente combatientes indígenas y no solo nombres incluidos a última hora en censos? ¿Quién decidió que la paz podía decretarse sin preguntar primero a quienes han sostenido la vida con las uñas?

¿Y las víctimas? Sabemos que menores de edad fueron reclutados forzadamente y, tras permanecer en las filas de Comuneros, fueron devueltos a sus casas sin ruta, sin programa, sin protección. Como si se pudiera borrar el daño con una firma.

Y mientras tanto, Otty Patiño celebraba desde la tarima. “Nariño está al sur, pero es el norte de la paz”, dijo. Quizá. Pero la montaña sabe que la paz no nace en discursos, sino en surcos. No se improvisa. No se exporta. Se cultiva.

El sur ha hablado. Las minas comienzan a desaparecer. Pero falta el resto: los desaparecidos que no aparecen, los niños que aún no vuelven, los nombres que no se reconocen. Porque la paz no es la ausencia de fusiles, sino la presencia de verdad y de justicia.

Y mientras el sur firmaba un acto de renuncia, el Caribe sigue encendido. En Santa Marta, la señora de las arepas mira dos veces antes de encender el fogón. No es por el gas, sino por ese otro fuego, el que prende quien se hace llamar Autodefensas de la Sierra. Aquí, la guerra no lleva camuflado ni pasamontañas. Lleva camiseta y voz grave. Da órdenes sin ley, pero con miedo.

Hasta el que corta cabello necesita permiso. Las decisiones no las toma el alcalde ni la Policía. Las toma ese gobierno invisible que camina entre el mar y la montaña. “Multaron al de las arepas por tener la música muy alto”, dice un mototaxista mirando por el retrovisor, no por tráfico, sino por miedo. Porque en Santa Marta, el toque de queda no lo decreta el Estado. Lo impone el silencio.

El Gobierno dice que aún hay diálogo. Que fue un malentendido. Que la paz va. Pero los hechos dicen otra cosa. Las Autodefensas suspendieron el proceso. Piden garantías, sí. Pero mientras negocian, gobiernan. Mientras piden condiciones, imponen reglas. Y en el medio, la gente. Los que madrugan, los que se callan, los que sobreviven.

Santa Marta no suena a guerra, pero huele a miedo. La paz se discute en oficinas lejanas, mientras aquí se siente con cada paso. Con cada palabra no dicha. Porque la paz, señor Presidente, no es un anuncio. Es una herida que aún sangra.

Las víctimas no pueden ser decorado de un show de gobierno. No pueden ser usadas para exhibir logros sin tener en cuenta sus dolores, sus tiempos, su verdad. Si de verdad queremos una paz territorial, escuchemos primero a los que han puesto los muertos.

Por: Prensa Justicia y Dignidad