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Otra vez el sur: explosiones, muertos y heridos en Cauca, Huila y Valle

Otra vez el sur. Otra vez el Huila. Otra vez el Cauca y el Valle del Cauca. Otra vez una madre gritando sobre el cadáver de su hija. Otra vez los niños llorando, cubiertos de polvo y esquirlas. Otra vez la Semana Santa teñida de sangre. Y otra vez, como siempre, los muertos los pone el pueblo.

Este 17 de abril de 2025, Jueves Santo, mientras millones de colombianos rezaban por la paz, tres explosiones sincronizadas en Mondomo (Cauca), La Plata (Huila) y Jamundí (Valle del Cauca) recordaron lo que ya sabíamos: que la guerra no ha terminado, que las armas siguen mandando en muchas regiones, y que detrás de cada estallido hay intereses que huelen más a poder que a revolución.

Ese Jueves Santo no hubo resurrección posible para Luisa Fernanda Trujillo Peña, de tan solo 19 años, ni para su hermano Sergio, recién graduado del colegio, víctimas mortales de un atentado con motobomba en La Plata, Huila. Mientras participaban en las actividades religiosas, una motocicleta cargada de explosivos estalló frente a la estación de Policía, dejando 25 heridos —cinco de ellos menores de edad—, decenas de motos incineradas, viviendas destruidas y una comunidad entera sumida en el miedo.

El mismo día, a las siete de la mañana, Mondomo, corregimiento del municipio de Santander de Quilichao, en el norte del Cauca, fue sacudido por la explosión de un carro bomba frente a la estación de Policía. El saldo: una mujer indígena, Esther Julia Camayo, muerta en plena vía Panamericana, y cinco personas heridas, dos de ellas remitidas en estado crítico a la Clínica Valle del Lili. En un video que circula en redes, se ve a una madre gritando desconsolada sobre el cuerpo inerte de su hija. Esas imágenes, lejos de generar empatía en los poderosos, son instrumentalizadas con frialdad por los sectores que, desde hace décadas, sacan provecho de la guerra.

Estos ataques no son hechos aislados. Ese mismo jueves, en Jamundí (Valle del Cauca), se detonó un vehículo con cilindros bomba. No hubo muertos, pero sí el mismo mensaje de zozobra. La autoría aún no ha sido confirmada, pero las estructuras armadas que operan en la región son conocidas: Carlos Patiño, Dagoberto Ramos y Jaime Martínez, todas disidencias de las FARC que se disputan el control territorial. Mientras tanto, las víctimas son las mismas de siempre: campesinos, indígenas, mujeres, niños, trabajadores.

Lo más escandaloso no es solo la barbarie, sino la manera en que ciertos sectores políticos hacen uso de ella. Paradójicamente, las noticias de los atentados son difundidas primero por voceros y redes ligadas al Centro Democrático, como si tuvieran línea directa con quienes siembran el terror. No se necesita ser muy perspicaz para advertir el rédito que saca la derecha de cada bomba: titulares diseñados para avivar el miedo, presionar la militarización, debilitar el proceso de paz y señalar al gobierno Petro de incapacidad, mientras el país se hunde en la desinformación.

El gobierno, por su parte, parece atrapado entre minimizar la crisis para proteger su narrativa y la necesidad de actuar. Pero no basta con lamentos institucionales ni consejos de seguridad improvisados. Lo que exige este momento es una investigación profunda, rigurosa y pública que esclarezca los vínculos entre sectores políticos y estructuras armadas. Para nadie es un secreto que estos grupos actúan como una oposición armada al proyecto de paz y transformación que representa el gobierno actual.

La derecha —la misma que gobernó durante dos décadas alimentando la guerra— hoy se presenta como garante de orden. Pero son sus silencios sobre la violencia estructural, sus alianzas con élites locales y su oportunismo lo que perpetúa este ciclo sangriento.

Mientras tanto, el país profundo, ese que no sale en los editoriales de Bogotá, sigue enterrando a sus hijos, y la derecha, en plena campaña electoral para retomar el poder en 2026.

Por Prensa Justicia y Dignidad.