Hace cuatro años, los jóvenes salieron a la calle. No por moda, no por redes, no por ideología: por hambre. Hambre de comida, sí, pero sobre todo de futuro. Hace cuatro años, cuando el hambre era más punzante que el miedo, salieron. No los llamó ningún partido ni los movilizó ninguna ONG. Salieron porque ya no cabía ni una gota más de abandono. Porque el Estado les negó todo, menos el terror.
Y salieron miles de Jóvenes, entre profesionales, estudiantes, desempleados, vendedores ambulantes, habitantes de calle. Salieron de las casas sin agua, sin empleo, sin futuro. Con las manos vacías y el corazón encendido. Porque sabían que si no lo hacían, nadie lo haría por ellos.
No era solo una protesta. Era el estallido de un pueblo al que le explotaron los sueños. Y sabían que les costaría caro. Desde el primer día, el Estado los trató como enemigos. Los persiguió, los mutiló, los torturó, los mató, los desapareció. Intentaron borrarlos del mapa. Pero no pudieron. Porque entre los escombros de las tanquetas y las ollas comunitarias, nació otra cosa: una esperanza política.
La fuerza de esa juventud parió el cambio. En 2022 eligieron, con voto rebelde y valiente, al primer gobierno popular de la historia de Colombia. No fue una conquista de partidos ni de tecnócratas con diplomas. Fue obra de las comunas de Cali, de los barrios de Popayán, de Medellín , Pasto, Bogotá, de Soacha, de Bosa, de los puntos de resistencia donde se cocinaba sancocho en olla comunitaria y dignidad. Fue la fuerza de los que pusieron el pecho.
Pero hoy, esa misma juventud siente la traición.
Más de 50 jóvenes siguen en prisión. Condenados con montajes judiciales, pruebas falsas y fiscales que aún responden al viejo régimen. No han recibido garantías, ni justicia, ni verdad. Y la promesa presidencial de una Comisión de la Verdad del estallido social, esa que Petro hizo en campaña y reafirmó en su primer año de gobierno, nunca se cumplió. No se instaló. No escuchó. No reparó. No hubo verdad para los mutilados, ni memoria para las madres que siguen llorando en silencio. Solo impunidad, esa que huele a archivo y suena a silencio.
Y si algo faltaba, el programa Jóvenes en Paz, la única política pública pensada para transformar la resistencia en futuro, hoy se tambalea.
315 jóvenes vinculados laboralmente al programa enfrentan ahora una masacre silenciosa: no les pagan, los contratos se vencieron, los procesos administrativos están paralizados. Se aferran a su trabajo en los territorios, pero el Estado los suelta de la mano. Irónicamente, no son las balas ni los gases esta vez: es la burocracia, la que mata en cuotas mensuales.
El programa fue improvisado desde su nacimiento. Diseñado desde una Consejería Presidencial para la Juventud que copió modelos urbanos sin entender la Colombia profunda, y ejecutado por una unión temporal que no logró contener la magnitud del reto.
Para intentar ordenar el caos, se nombró a Andrés Gallego Segovia, uribista pura sangre, exgerente del NO en el plebiscito de paz, exfuncionario de Pastrana, Duque y Santos, viejo zorro de la administración pública, experto en papeleo pero ciego ante el dolor del pueblo. Un gestor que conoce el escritorio, pero no el territorio. Con él llegaron los retrasos, los vacíos, el desgaste. Su administración agravó el desorden: pagos demorados, desinformación, y una cadena de precarización laboral disfrazada de gestión.
Sí, un uribista administrando el programa bandera de Gustavo Petro, el que prometía reciprocidad con los jóvenes que le dieron el triunfo. Si eso es posible en este gobierno, ¿qué más podríamos esperar?
Desde el Ministerio de Igualdad, liderado por Francia Márquez, se intentó sostener el barco. Pero mientras tanto, Armando Benedetti, desde otros rincones del poder, propone reemplazar Jóvenes en Paz por otro programa, “Gestores para la Paz”. Una disputa burocrática de pasillos, donde lo que está en juego no son votos, sino vidas jóvenes.
Hoy, 16 de mayo, en horas del mediodía, varios integrantes del programa ‘Jóvenes en Paz’ se congregaron en la gris Bogotá en la calle 16 con carrera 5, en las inmediaciones del edificio de la Procuraduría General, como parte de una jornada de protesta que busca visibilizar las inconformidades de quienes están vinculados a la ejecución del programa impulsado por el Ministerio de Igualdad y Equidad. Las razones son muchas, y todas duelen: el retraso en el pago de los salarios correspondientes al mes de abril, la falta de claridad en la continuidad del programa, el cambio inesperado en su operación, la ausencia de insumos de trabajo, la alta carga laboral, y la mora en los pagos a proveedores de alimentos y espacios.
Y para rematar el pastelito —como si la precarización no bastara—, el Ministerio de Igualdad ha anunciado públicamente que dará por terminado de facto el convenio con la Unión Temporal Territorio de Paz el próximo 31 de mayo de 2025. Lo que eso significa no necesita traducción: despido masivo de cientos de contratistas, cierre de procesos comunitarios, y la muerte por inanición del único programa que intentó recoger los pedazos del estallido social.
Sí señor, esa es la coherencia del gobierno del cambio que hoy promueve una consulta popular por los derechos laborales, mientras masacra, por vía administrativa, a los jóvenes que encarnaron esa esperanza.
Y como si se tratara de una burla planificada, el Ministerio del Interior ha anunciado un nuevo programa: “Gestores de Convivencia”, con el que se capacitará a 12.000 jóvenes, ofreciéndoles un salario superior al mínimo para desarrollar habilidades en resolución de conflictos y cultura ciudadana. Un programa calcado en las oficinas, sin el barro de las comunas, pensado más como vitrina que como justicia. Un contrapeso burocrático al cuerpo caliente del estallido. Una cortina de humo para reemplazar memoria por estadística.
¿Quién responde por este desastre? ¿Quién le explica a los jóvenes por qué el gobierno por el que lucharon hoy los deja solos? ¿Dónde están los informes de ejecución, los soportes de desembolsos, los contratos firmados y no cumplidos? ¿Quién responde por la impunidad judicial que aún persigue a los manifestantes?.
Y, sobre todo, ¿con qué moral puede hablar este gobierno de un “segundo estallido social” si el primero lo dejó morir en el olvido?¿De qué dignidad laboral hablan Gustavo Petro, Francia Márquez y Carlos Rosero, si permiten que el hambre y la incertidumbre caigan sobre quienes les dieron el poder? De Armando Benedetti no se espera nada —su historial habla por él—, pero que quienes prometieron cambiarlo todo terminen repitiendo los peores vicios del poder es una traición que se escribe con sangre joven y contratos incumplidos.
La memoria es terca. Y los pueblos también. Si los que lucharon por el cambio siguen siendo desechables, entonces el poder no cambió: solo se mudó de rostro. Y mientras tanto, los que pusieron el pecho siguen esperando algo tan sencillo como justo: no ser traicionados.
Porque si esta es la forma de agradecer, lo que viene no es otro estallido. Es el ocaso de una esperanza. Y ese, como la historia, también se escribe con sangre joven.
Por Prensa Justicia & Dignidad