El siete de junio no fue un día distinto a los demás en Colombia. El sol pegaba duro en el sur, rajando techos y calentando las calles polvorientas donde la infancia juega con lo poco que tiene: piedras, balones desinflados y sueños rotos. Fue una tarde luminosa, sin lluvia, pero cargada de esa electricidad espesa que antecede al estruendo. Y estalló: atentaron contra la vida del senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay.
El país se sacudió. Las redes sociales ardieron. La derecha apuntó a la izquierda. La izquierda respondió que era una estrategia de la misma derecha, un autoatentado, un movimiento electoral vil. El nombre de la senadora María Fernanda Cabal salió a relucir, junto con las afirmaciones incendiarias que había hecho contra Uribe Turbay por los excesivos gastos de su campaña y sobre todo desde que el mismísimo Álvaro Uribe Vélez lo designó como cabeza de lista en las elecciones del Senado. Nadie hablaba con certezas. Todos hablaban con rabia.
Algunos sectores de izquierda fueron claros: rechazaron el atentado, pidieron garantías para todos los precandidatos. Fue un gesto sensato, necesario, pero insuficiente. Porque, en medio del griterío político, los más oportunistas hicieron lo de siempre: le echaron la culpa a Petro. Y mientras el senador herido se debatía entre la vida y la muerte, Vicky Dávila, sin rubor, encabezaba los gritos de “¡Fuera Petro!” frente a la clínica. Como si el odio necesitara testigos.
Sí hubo una alocución presidencial. Seria, institucional. El presidente expresó solidaridad con la familia Uribe Turbay, canceló su viaje a Francia y condenó el atentado. Pero no logró calmar el clima enrarecido. Sus palabras, aunque prudentes, no bastaron para enfriar un país incendiado por la sospecha.
Nadie —entre toda esa niebla de discursos, trinos y cámaras— habló del otro protagonista de este drama: un niño de quince años. Un menor de edad que disparó y huyó a pie. Que confesó que le pagaron por hacerlo. Que, según algunas fuentes, ahora está en riesgo de ser asesinado porque ya sabe demasiado.
El sicario era un niño. Y Colombia, otra vez, prefiere matarlo que protegerlo.
Sí, fue un menor de edad el que jaló el gatillo. Un sicario adolescente que confesó haber recibido dinero para hacer el trabajo. Lo hizo a pie, como quien va a la tienda por un encargo. Lo detuvieron corriendo, con el miedo tatuado en los ojos y el cuerpo liviano de quien apenas empieza a crecer. No era un monstruo. Era un niño usado como instrumento. Como lo son hoy cientos, miles, de menores que la guerra, la mafia y la política han reclutado y olvidado.
Colombia ha fallado como nación porque ha abandonado a su infancia. La ha dejado a merced de fusiles, pandillas, clanes y padrinos que los usan, los queman y los tiran. Más de 800 niños y adolescentes están al servicio de las redes del crimen, como soldados sin bandera, como huérfanos de patria.
Este atentado no es solamente un hecho político. Es un síntoma de la descomposición profunda que nos atraviesa. Es el retrato de una sociedad que ya no se inmuta porque un niño mate. Es la evidencia brutal de que estamos exterminando nuestro futuro sin pestañear.
Miguel Uribe Turbay salvó la vida. Pero el país sigue herido. Y el niño que disparó es la herida abierta que nadie quiere mirar.
Nos estamos disparando a nosotros mismos. Y lo más grave no es que el tiro duela. Es que ya no duele.
Por Sofía López, abogada y periodista de la Corporación Justicia e Dignidad del Movimiento Nacional de Madres y Mujeres por la Paz.