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Ana María, otra desaparecida que volvió en cenizas

Por más de seis meses Mariluz Varón recorrió, sola, las calles polvorientas de Neiva, preguntando por su hija, Ana María Caballero. Llevaba en la mano un cartel y en el pecho el desespero. En las noches se regresaba sin respuestas, pero nunca sin miedo. Sabía que en Colombia, cuando alguien desaparece, la mayoría de veces no vuelve.

Ana María, joven, madre de una niña de 8 años, había salido desde Rovira, Tolima, a “ganarse unos pesitos” vendiendo su viejo Nissan Sentra en Neiva. La cita fue pactada por redes sociales, como sucede tantas veces en la Colombia popular que vive del rebusque. Desde ese 16 de septiembre, ni su hija ni su yerno Ubardi Ávila dieron señales. La tierra, como tantas veces en este país, se los tragó.

Pero esta vez la tierra habló. Una fosa común en un paraje despoblado de Neiva devolvió un cuerpo incinerado. Las pruebas forenses confirmaron lo que el Estado no quiso buscar: era Ana María.

Las desapariciones forzadas se volvieron paisaje en Colombia. El silencio que las rodea es más espeso que la maleza de las veredas donde entierran a la gente. Antes, la desaparición fue una estrategia de guerra —armas, uniformes, listas negras y masacres encubiertas—. Ahora, el crimen se camufla en la cotidianidad: por robarle un carro, por “deberle” a alguien, por cruzarse con las redes de trata, por estar en el lugar equivocado o por ser, simplemente, pobre.

A Ana María la desaparecieron por intentar sobrevivir en un país donde hay que arriesgarse hasta para vender un carro. La desaparición ya no es solo un mecanismo de guerra, sino también de rentas, de pillaje y de control territorial. Pero el Estado, acostumbrado a mirar para otro lado, actúa como si el fenómeno hubiera terminado el día que se firmó el Acuerdo de Paz. Como si la guerra y sus prácticas se hubieran ido con las FARC.

La Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas, creada precisamente para encontrar a los ausentes, se ata las manos al limitar su mandato a los desaparecidos hasta 2016, como si después de la firma no hubieran seguido desvaneciéndose personas en las calles, en las carreteras y en las riberas de los ríos. Mientras tanto, la Fiscalía, encargada de investigar, hace como que hace, pero no hace. La inoperancia es su mejor disfraz y la impunidad su marca registrada.

A Mariluz le tocó lo que le ha tocado a cientos de madres, esposas e hijos: buscar a sus muertos en la selva, en las montañas, en las morgues y en las fosas clandestinas. Y cuando por fin los encuentran, nadie responde.

Ana María regresó, sí, pero en cenizas. Volvió a su casa dentro de una bolsa negra, sin voz, sin ojos, sin historia, convertida en rastrojo. Y la muerte, vieja conocida de este país, regresó también. Nunca se había ido.

Por Sofía Lopez Mera , abogada, periodista,  defensora de derechos humanos de la Corporación Justicia y Dignidad y del Movimiento Nacional de Madres y Mujeres por la Paz.