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Casas de pique: el horror oculto entre Pereira y Dosquebradas

Durante meses, el rumor corrió entre las calles polvorientas de Pereira y Dosquebradas como una verdad soterrada, una certeza incómoda: que había casas donde desaparecían personas, donde los gritos se apagaban entre paredes selladas. Eran advertencias de horror que la institucionalidad se negaba a confirmar. Esta semana, la Fiscalía General de la Nación en Risaralda rompió el silencio: las casas de pique sí existen.

La primera fue descubierta en enero, en el barrio Japón de Dosquebradas. La escena fue aterradora: una víctima a punto de ser desmembrada, rodeada de cloro, límpido, machetes y una sierra. Una llamada anónima permitió llegar a tiempo y capturar a tres adultos y un menor.

“Gracias a la ciudadanía, que nos alertó con una llamada, logramos actuar de inmediato”, declaró César Augusto Bolaños, director seccional de la Fiscalía. “Hallamos cloro, límpido, machetes, sierra y todo listo para proceder con el crimen”.

La segunda casa fue hallada en Pereira, la primera semana de abril. Otra llamada, otro grito. Esta vez llegaron tarde: los cuerpos ya no estaban. Pero las paredes hablaban. Con luces forenses, los investigadores detectaron rastros de sangre. Había químicos, cal, cemento. Todo dispuesto para borrar los cuerpos y las huellas.

“Hace tres meses nos preguntaban si en Pereira y Dosquebradas había casas de pique, y teníamos que ser prudentes. Hoy podemos decir con certeza que sí las hay“, reconoció Bolaños.

Pero las cifras oficiales son apenas un fragmento del horror. El concejal Miguel Rave denunció en el Concejo Municipal que no son dos, sino al menos veinte las casas de pique. Asegura tener direcciones de tres, pero no sabe a quién confiar la información. Ya lo intentó antes: entregó una denuncia a un alto mando de la Policía, y la fuente fue silenciada. Le quemaron la casa. Tuvo que huir.

“La gente sí denuncia, pero con riesgos y amenazas”, dijo Rave. “Hay más de diez bandas criminales operando: no solo la Cordillera, también el Clan del Golfo, La Oficina, Los 300, Los Mexicanos, La Inmaculada, Los Opitas… Si no existieran, Dosquebradas sería un territorio de paz”.

En paralelo a las casas de pique, otra guerra se libra en Risaralda: la del ‘tusi’, también conocida como cocaína rosada. Una droga sintética de alto valor que ha encendido la disputa entre bandas por el control territorial. De los 24 homicidios registrados en Dosquebradas en lo que va de 2025, 21 están relacionados directamente con este conflicto. La Fiscalía advierte que los homicidios en Risaralda aumentaron un 72 % con respecto al año anterior, y solo en Dosquebradas el alza fue del 200 %.

El impacto no solo se mide en cifras. Se mide en cuerpos que no aparecen, en madres que no encuentran a sus hijos, en comunidades que callan por miedo. Las casas de pique —que alguna vez fueron negadas como mito urbano— son hoy evidencia concreta de la descomposición social y de la territorialidad armada de las mafias. Son el lugar donde el crimen se institucionaliza y donde la ausencia del Estado se hace carne.

La situación es tan alarmante que líderes sociales y defensores de derechos humanos han exigido cambios urgentes. Durante una sesión del Concejo, el defensor Eisenhower Zapata pidió la remoción del comandante de la estación de Policía, mayor Felipe Sánchez. Señaló falta de resultados, desconfianza ciudadana y posibles vínculos entre uniformados y estructuras criminales.

“El comandante debe ser removido”, dijo Zapata. “La ciudadanía no ve avances. La estación está cerca de las zonas más peligrosas, pero la Policía no actúa con contundencia”.

El ‘tusi’ —mezcla de ketamina, MDMA, LSD, cafeína y otras sustancias— no solo deteriora la salud de quienes lo consumen. Alimenta una economía de sangre. La droga ha conquistado las noches de Pereira y Dosquebradas, pero detrás de cada dosis hay un territorio disputado, una vida perdida, un cuerpo desmembrado.

Las casas de pique ya no son una leyenda urbana: son la prueba del poder criminal en la región. Mientras el Estado reacciona tarde, las bandas actúan con lógica de guerra. Las casas están ahí: algunas selladas con bultos de cemento, otras listas para silenciar el próximo grito. En este territorio donde el miedo reemplazó a la justicia, denunciar puede costar la vida. Y sin protección real para quienes se atreven a hablar, el próximo desaparecido será enterrado no solo en cal y concreto, sino también en el silencio colectivo.

Por: Sofía López Mera,  abogada,  periodista y defensora de derechos humanos de la Corporación Justicia y Dignidad.