El café sigue brotando en las lomas del norte y el oriente del Cauca, pero la sangre también. En pueblos como Miranda, Toribío, Santander de Quilichao, Buenos Aires, Puerto Tejada, Páez-Belalcázar, Caloto… la muerte se volvió rutina. No baja en helicóptero ni anda camuflada: se desliza como el río en invierno, lenta, sucia, inevitable. Y esta semana llegó con furia.
El lunes 19 de mayo, como si fuera un pacto entre sombras, la violencia se desató por partida múltiple. En Miranda, a las 9 de la noche, sonaron los disparos en el barrio Villa Paola. Andrés Mauricio Casamachín y Darwin Realpe, conocido como Gemelo, cayeron acribillados. Uno murió en el acto, el otro alcanzó a ser llevado al hospital, pero la muerte ya lo había alcanzado. Eran jóvenes de la vereda Monterredondo. No se sabe quién ni por qué. En el norte del Cauca, esas preguntas valen la vida.
Horas antes, en la madrugada del lunes, otra tragedia golpeó a Toribío. En la vereda Soto, corregimiento de Tacueyó, un concierto en el balneario Piedra Grande terminó en masacre. Mauricio Capote, futbolista aficionado e hincha furioso del Deportivo Cali, y su hermano José Capote, conocido como DJ José, fueron asesinados a tiros. Una tercera persona resultó herida. El cabildo indígena abrió investigación, pero nadie ha dicho nada. Solo el eco de la música, ahora roto, y el llanto de una familia que perdió a dos de los suyos.
Ese mismo día, en el oriente caucano, Pedro Antonio Jorge, comunero del resguardo de Cohetando, fue asesinado tras acudir a una cita en el puente El Naranjal, sector de Tálaga, zona rural de Páez-Belalcázar. Allá fue interceptado por hombres armados que lo ejecutaron a balazos. Su cuerpo fue hallado horas después por campesinos que dieron aviso a las autoridades indígenas. El 20 de mayo, en la vereda La Palma, lo despidieron con bastones de mando alzados y la voz colectiva de un pueblo que ya no sabe cómo pedir respeto por la vida. “La vida es sagrada”, repitieron los mayores. Pero parece que para otros no lo es.
El martes 20, en Santander de Quilichao, Jhoiner Darío Peña Mulcue, de apenas 18 años, fue asesinado en el barrio Panamericano. Caminaba como caminan todos los muchachos allá: con los sueños en la cabeza y el miedo en la espalda. Le dispararon sin más. No era la hora de morir, pero en este territorio a nadie le preguntan.
Ese mismo día, en la vía que conecta Santander de Quilichao con Cali, desapareció Óscar Ortiz, comerciante y dueño del hotel Los Samanes. Lo secuestraron en plena carretera. Hasta ahora no se sabe nada de su paradero. Algunos señalan a las disidencias, otros prefieren callar. Pero en el norte del Cauca, el silencio también mata.
El jueves 22, la tragedia se repitió en Puerto Tejada. En el barrio Carlos Alberto Guzmán, sector conocido como 4 Esquinas, José Jaime Castillo Velasco, de 17 años, caminaba junto a un familiar. Un hombre se le acercó como quien saluda, desenfundó un arma, y le disparó por la espalda cuando intentó escapar. Lo llevaron al hospital, pero no sobrevivió. Dicen que el asesino pertenece a la pandilla “Los 23”, una de tantas que imponen su ley a sangre fría. José Jaime no tenía antecedentes, ni enemigos, ni tiempo para habérselos hecho. Solo tenía juventud.
Ese mismo jueves, al borde de la vía entre Timba y La Balsa, encontraron un cuerpo. Un hombre joven, de piel morena, sin identificar. Nadie lo ha reclamado. Nadie lo llora en público. Lo mataron como se mata a los que no importan. Y en esta tierra, a los jóvenes los tratan como si fueran prescindibles.
Y en Caloto, en el corregimiento de Alto del Palo, el espanto llegó también. Dos personas fueron asesinadas y hasta ahora sus nombres se desconocen. No hay fotografías, ni versiones oficiales. Solo el miedo que corre por las veredas como el viento por los cañaduzales. Se habla de un ataque armado. Se habla en voz baja. Porque en el norte del Cauca, hablar fuerte puede costar caro.
Diez muertos en cuatro días. Una semana como tantas, pero más encabronante que otras. Porque no fueron enfrentamientos. No fueron errores. Fueron ejecuciones. Jóvenes asesinados en la esquina, en la fiesta, en la calle. Comuneros emboscados en cita. Secuestrados en plena vía. Desaparecidos de un día para otro. Una tierra que ya no se siembra solo de café sino también de velas. Y de miedo.
Mientras el país habla de elecciones, candidaturas, reformas, aquí seguimos contando muertos. Sin titulares. Sin justicia. Sin paz. En el norte y el oriente del Cauca no se vota por el futuro, se reza para sobrevivir al presente.
Por Prensa Justicia & Dignidad