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Madre buscadora asesinada por alzar la voz contra los armados

El crimen de Lina María Puentes Vega deja al descubierto el abandono estatal a las madres buscadoras en el Huila, mientras la desaparición forzada se normaliza en el suroccidente colombiano.

Lina María Puentes Vega fue asesinada en la tarde del 31 de mayo, a plena luz del día, cerca de la escuela donde estudiaba su nieta, en la vereda Nueva Reforma de Baraya, Huila. No fue un robo, ni una bala perdida. La mataron porque era buscadora, porque denunciaba, porque no se rendía. Porque era madre, hermana, y secretaria de la Junta de Acción Comunal.

A Lina la silenciaron los mismos que acechan a las lideresas comunitarias del Huila. Fue un crimen selectivo. Un castigo. Un mensaje contra quienes se atreven a alzar la voz en territorios controlados por grupos armados que hoy no tienen bandera ni causa, pero sí un plan: reemplazar a la fuerza a las juntas comunitarias con personas afines a sus prácticas delictivas.

Lina dedicaba sus días a buscar a sus hermanos, José Oswaldo y Wilson Armando Puentes Vega, desaparecidos en medio del conflicto armado. Era parte activa de la Red de Buscadoras y Buscadores Tras las Huellas de la Vida, un colectivo de mujeres que camina entre fosas, papeles viejos y memorias dolorosas, con la esperanza de volver a abrazar —aunque sea en una urna— a sus seres queridos.

También era la voz clara que se oponía, sin miedo, a la presencia de actores armados en su territorio. Los denunciaba por lo que son: estructuras de miedo, extorsión y saqueo. “Esto ya no es política, esto es delincuencia”, dijo alguna vez en una reunión comunal. No lo dijo con odio. Lo dijo con verdad.

Las amenazas no eran nuevas. Baraya se ha convertido en uno de los corredores de disputa territorial entre facciones armadas ilegales, en especial el Bloque Jorge Suárez Briceño de las disidencias de las FARC, subestructura Darío Gutiérrez, comandadas por alias Calarcá. Según versiones de la comunidad, fue alias Chala, integrante de ese grupo, quien disparó contra Lina. Se presume que buscaba a otra mujer, pero terminó atacando a la lideresa, quizás porque era la única que no se callaba.

Ese mismo día, tropas de la Novena Brigada del Ejército realizaron un operativo en la zona. Dos presuntos integrantes del grupo armado fueron capturados tras un enfrentamiento. Pero ya era tarde. Lina estaba muerta. Las instituciones llegaron solo a recoger los restos de la dignidad que el Estado no supo proteger.

La muerte de Lina María no es un hecho aislado. Forma parte de una estrategia de terror que busca minar a las organizaciones comunitarias, reemplazar liderazgos legítimos por voceros armados, y perpetuar el miedo como forma de control.

Mientras las madres siguen buscando a sus hijos y hermanos desaparecidos, el Estado no las acompaña. No hay esquemas de protección eficaces. No hay garantías para la vida. Y la desaparición forzada, ese crimen que hiere dos veces —cuando se los llevan y cuando se olvida—, se ha vuelto una sombra que recorre el suroccidente del país como si fuera costumbre.

En la casa de Lina María aún se siente su ausencia como un eco que retumba en las paredes. Su nieta pequeña —la misma que esperaba en la escuela el día del crimen— pregunta por qué su abuela no volvió. La respuesta no cabe en palabras: la asesinaron por buscar la verdad, por no callar, por ser digna.

Afuera, la comunidad todavía no puede nombrar el miedo, pero lo respira. Las mujeres de la Red de Buscadoras lloran, abrazan a su familia, pero también juran no detener la búsqueda. Porque cada cuerpo hallado es un acto de amor, y cada nombre rescatado del olvido, una forma de resistencia.

El asesinato de Lina María Puentes Vega fue un crimen político, un mensaje de quienes pretenden gobernar el silencio. Pero Lina ya es semilla. Y como toda semilla, florecerá en cada madre que no se rinde, en cada comunidad que defiende su derecho a vivir sin fusiles apuntando a la esperanza.

Por Prensa Justicia & Dignidad