El primero de mayo de 2025, en un país que aún no ha sanado las heridas del Paro Nacional de 2021, desapareció José Valle, un agroecólogo costarricense que viajaba por Buenaventura. En su última llamada, alcanzó a denunciar que estaba siendo extorsionado por policías. Desde entonces, no se sabe nada de él. Su rastro se pierde en la misma ruta donde cientos de líderes sociales han sido silenciados y donde, una vez más, la Policía aparece en el centro de una historia de miedo, impunidad y abandono estatal.
No es un caso aislado. El retorno de los abusos policiales en Colombia es una realidad que se niega a morir, incluso en medio de discursos progresistas y reformas prometidas que, en la práctica, no han cambiado la doctrina de una institución formada para la guerra, no para la vida civil.
A finales de mayo, en Cartagena, siete policías golpearon brutalmente a un menor de edad, sin que los gritos de su comunidad sirvieran para detenerlos. “¡Es un niño!”, se escuchaba mientras lo reducían a la fuerza. Días después, en Bogotá, Angie Alejandra Rodríguez Moreno, una joven de 27 años, recibió un disparo letal durante una requisa policial en el barrio Villamaría. Según las versiones oficiales, fue “un altercado”, pero quienes conocen el patrón saben que es otra víctima del exceso de fuerza que nadie quiere mirar.
Las cámaras ya no graban. Las redes ya no arden como antes. El país está atrapado en la inercia electoral del 2026, donde tanto la derecha como sectores de izquierda apuestan a la memoria corta. La reforma prometida a la Policía ha sido una modernización técnica, no un cambio estructural. Se les dieron más motos, más cámaras, más tecnología, pero ningún cuestionamiento real a su doctrina militar.
Mientras tanto, el silencio institucional es ensordecedor. El nombramiento de un ministro de Defensa militar, algo que ni siquiera Uribe se atrevió a hacer, deja un mensaje peligroso para la democracia: las armas mandan. La línea entre defensa nacional y seguridad ciudadana se ha vuelto borrosa. No hay reforma que valga si no hay justicia. Y no hay justicia mientras los crímenes de uniforme se sigan ocultando bajo el ruido de las campañas.
Ni de izquierda ni de derecha: lo que hay es politiquería. Y en medio de ese juego de poder, las víctimas siguen cayendo. Las familias de Angie, de José, del niño golpeado en Cartagena, no necesitan promesas, necesitan respuestas, justicia y verdad. El mensaje que envía el Estado es claro: los crímenes cometidos por policías pueden ocurrir, pueden doler, pero no importan lo suficiente como para impedir que se repitan.
Nos debe doler que lo extraordinario se vuelva rutina. Que los abusos ya no sorprendan. Que la desaparición de un extranjero, denunciada en tiempo real, se disuelva sin escándalo alguno. Colombia no puede permitirse ser una democracia donde se naturaliza la represión y se institucionaliza el olvido.
Lo mínimo, lo indispensable, lo urgente: una reforma policial de verdad, con enfoque en derechos humanos, con formación en civilidad, con sanciones reales. Y un compromiso con las víctimas que no dependa del color del gobierno, sino de la dignidad de la vida.
Por Prensa Justicia & Dignidad