A Jorge Eliécer Gaitán lo mataron un 9 de abril de 1948, pero su cadáver ha seguido apareciendo en cada fosa común, en cada campesino despojado, en cada madre que todavía grita su dolor entre las ruinas de la impunidad. Lo mataron a tiros, pero su asesinato fue el principio de una masacre sostenida, donde la bala no se detuvo y donde la justicia jamás llegó. Hoy, 77 años después, el país conmemora el Día Nacional de las Víctimas del Conflicto Armado en medio de nuevas víctimas, viejos verdugos y la misma estrategia de muerte.
No fue solo Gaitán el que cayó. Fue la posibilidad de un país distinto. Y fue también la advertencia temprana de que lo que vendría después no era una guerra entre iguales, sino una cacería meticulosa, planificada, con nombre propio: la Doctrina de Seguridad Nacional. Esa misma doctrina que, desde los años 60, con la bendición de los Estados Unidos y la Misión Yarborough, enseñó a nuestras Fuerzas Armadas a ver al campesino como enemigo, al estudiante como infiltrado, al sindicalista como subversivo. Fue desde entonces cuando la población civil se convirtió en objetivo militar.
¿Y si las guerrillas fueron también un diseño de esa doctrina? ¿Una herramienta más para perpetuar la guerra como negocio? Hoy, más que una provocación, parece una constatación dolorosa. Porque las FARC, el ELN, y ahora las disidencias, han servido –consciente o inconscientemente– a los intereses de los que han hecho de la guerra una industria. Una guerra que, después de la firma de paz en 2016, cambió de escenario, de actores, pero no de guion.
El general Mora Rangel, egresado de la Escuela de las Américas, fue negociador en La Habana. Y lo que siguió no fue la paz, sino una guerra desatada: cerca de 8 conflictos armados y un sin número de grupos todos apuntando a un solo objetivo el narcotráfico y las economías ilícitas. ¿Quién se benefició? La respuesta es simple: los mismos de siempre la derecha colombiana de la que hace parte el general que por cierto siempre pasa de agache, nadie lo nombra.
Mientras tanto, la derecha uribista –la de Paloma Valencia, Polo Polo y María Fernanda Cabal– tiene el cinismo de hacer audiencias en el Congreso sobre el reclutamiento forzado, cuando en las zonas rurales son precisamente las disidencias de las Farc, sus aliadas funcionales, las que reclutan a nuestros menores de edad, las que callan a bala, las que hacen oposición armada al gobierno de Petro en nombre de una supuesta revolución que ya no le pertenece al pueblo. Porque hasta el ELN lo dice sin vergüenza: estaban más cómodos en el gobierno de Uribe que en el de Petro. ¿Qué más prueba necesitamos?
La tragedia es doble: mientras los culpables posan de salvadores, las víctimas siguen en el abandono. La Defensoría del Pueblo lo advierte con cifras escalofriantes: más de 8 millones de desplazados, cerca de un millón cien mil asesinados, más de 200 mil desaparecidos, 45 mil despojados de sus tierras, 44 mil víctimas de violencia sexual. Y a esto se suman las nuevas víctimas, las del estallido social: jóvenes mutilados, asesinados, madres llorando a sus hijos desaparecidos sin respuesta del Estado por que para ellas no hay ni siquiera ley de víctimas.
La justicia transicional ni restablece verdad, menos justicia, las sentencias son pocas y no son reparadoras, la Unidad de Víctimas no tiene dinero, y el país sigue presumiendo que todo está mejor. Mientras tanto, la maquinaria uribista afila sus cuchillos para el 2026, vendiendo la guerra como seguridad. Como siempre. Y aunque nos duela –a los románticos de la revolución, a quienes crecimos creyendo que las guerrillas eran del pueblo y para el pueblo– tenemos que aceptar esta verdad incómoda: también fueron hijas de la Doctrina de Seguridad Nacional. No hay otra explicación lógica.
Por eso, en este 9 de abril no basta con encender una vela o soltar una paloma de papel. Hoy hay que gritar que la guerra fue sembrada, que las víctimas no son cifras sino vidas rotas, y que Gaitán sigue muriendo cada vez que la mentira se impone sobre la memoria. Colombia no necesita más silencio: necesita verdad con nombre y apellido, y justicia con rostro de pueblo.
Por: Sofía López Mera, abogada y periodista de la Corporación Justicia y Dignidad