A esta hora, un 29 de mayo de hace cuatro años, los vecinos de Siloé ya sabían. Las redes lo habían dicho con la crudeza de una imagen que no puede borrarse. Los familiares aún lo negaban. Aún tenían esperanza. Aún lo buscaban. Pero la verdad cayó como un ladrillo desde la boca de alguien que no quería decirlo, que lo murmuró como una disculpa: “encontramos el cuerpo de Daniel”.
Daniel Stiven Sánchez tenía 16 años. Era del barrio, de los que madrugan con la pala y se acuestan con la esperanza de que lo poquito sirva. Hacía lo que podía para ayudar a su mamá. Esa noche no regresó.
Entonces comenzó la película de terror.
Pero no era una película. Era un guion real escrito desde arriba. Desde las órdenes de Estado. Desde el trino con voz de mando de Álvaro Uribe Vélez autorizando a soldados y policías a usar sus armas para defenderse del “terrorismo vandálico”. Desde el decreto de asistencia militar de Iván Duque, que llenó las calles de uniformados, tanquetas y balas, y dejó en las aceras los cuerpos de quienes apenas reclamaban pan, educación, futuro.
El 28 de mayo de 2021, lo detuvieron arbitrariamente en la glorieta de Siloé, frente a Dollarcity. No era un terrorista, era un muchacho. Un adolescente. Le dispararon en la pierna, lo arrastraron como si no doliera. Testigos dicen que lo subieron a una tanqueta del ESMAD. Que pedía ayuda. Que gritaba que era menor de edad. Que los brigadistas intentaron alcanzarlo y también les dispararon.
Esa noche, Siloé ardió en fuego y rabia. Y a la mañana siguiente, el cuerpo de Daniel apareció calcinado dentro del local incendiado. Pero no se había quemado con el fuego. Se había quemado con el silencio.
La Fiscalía dijo que fue un accidente. Que Daniel murió por inhalación de gases calientes. Que se trató de una “culpa exclusiva de la víctima”. Como si él mismo se hubiera golpeado, arrastrado, encerrado. Como si el Estado no hubiera estado allí, con toda su maquinaria, para cazar.
El fiscal de Cali, Jhon Freddy Encinales, repitió esa versión como quien obedece una orden. No investigó. No recibió testimonios clave. No revisó videos ni fotos. No escuchó. No quiso escuchar.
La familia de Daniel tuvo que suplicar para que les entregaran su cuerpo. Medicina Legal se negó al principio, diciendo que no podían identificarlo, aunque ya lo habían hecho. Cuando finalmente lo devolvieron, el cadáver estaba destrozado: cortes sin justificación, suturas irregulares, músculos raspados donde había golpes. Le faltaban pedazos. No solo de cuerpo. También de verdad.
El informe forense tardó un mes en llegar. Los anexos, tres. Cuando llegaron, no coincidían. Las radiografías eran de alguien más. No mostraban fracturas visibles. No mostraban la historia del cuerpo de Daniel. No mostraban nada.
Tampoco hay pruebas de laboratorio. Ni de sus prendas. Fueron entregadas, sí, pero no al expediente. Acabaron destruidas en una funeraria. Lo que podía hablar, fue silenciado.
La investigación pasó un año después a la unidad de Derechos Humanos en Bogotá. La fiscalía 207 apenas repitió entrevistas y amenaza permanentemente con el archivo del caso. No reconstruyó hechos. No judicializó a nadie. El caso sigue flotando en una carpeta con polvo. Sin culpables. Sin justicia. Sin verdad.
Los responsables tienen nombre y rango: Iván Duque Márquez, expresidente; Diego Molano, exministro de Defensa; Eduardo Zapateiro, excomandante del Ejército. Ellos no solo sabían. Ellos ordenaron. Autorizaron. Justificaron. Supervisaron. Y repitieron que todo estaba “bajo control”, mientras el país contaba muertos. Por acción y omisión, por la sistematicidad de los hechos, por la política estatal de represión violenta contra la protesta social, son responsables de crímenes de lesa humanidad. La cadena de mando los incrimina. Las órdenes firmadas los señalan. Las madres que no tienen a sus hijos los acusan.
El presidente Petro prometió una Comisión de la Verdad para esclarecer los crímenes del paro. Lo dijo en campaña, lo repitió en discursos. Hoy, esa comisión no existe. No hay decreto, ni plan, ni escucha real a las víctimas. La promesa murió antes de nacer.
Las víctimas de ese mayo sangriento están hoy peor. Muchas están desplazadas. Amenazadas. Calladas. No pueden siquiera inscribirse en el Registro Único de Víctimas porque la ley no se los permite. Ese registro es solo para víctimas del conflicto armado, como si el estallido social del 2021 no fuera también hijo de esa guerra prolongada, como si no fuera una consecuencia de que Duque le falló a la paz. Los protocolos no reconocen la represión como crimen. El Estado se niega a mirarse al espejo. No reciben ayuda humanitaria. No tienen atención psicosocial. Nadie les protege la vida ni la dignidad. La impunidad es total. Intacta. Triunfante.
A esta hora, hace cuatro años, una madre, doña María Deiba, recibió la noticia que le arrancó la mitad del alma. Desde entonces, Crisol Yurani, hermana de Daniel, se prometió luchar hasta el último día para que el caso no quede en el olvido ni en la impunidad.
A esta hora, hace cuatro años, el país perdía a un hijo más, y ganaba una herida más. Una que no cierra porque no hay justicia. Porque no hay voluntad. Porque a Daniel lo mataron dos veces: primero la bala, luego el olvido.
Y esta historia no es solo la de Daniel. Es la de muchos. Es la de un país que sigue caminando sobre cadáveres mientras promete no repetirlos.
Pero la voz de su madre y su hermana, y la de quienes aún nombran a los que faltan, no ha callado. Sigue latiendo. Aunque tiemble, aunque duela. Porque hay verdades que no pueden quedar enterradas.
Porque cada cuerpo merece justicia. Porque Daniel tenía 16 años.
Y porque a esta hora, hace cuatro años, comenzó un horror que aún no ha terminado.
Por: Sofía López, Abogada y Periodista de la Corporación Justicia & Dignidad