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La guerra a muerte entre las organizaciones criminales por guerrilleras en el Catatumbo evidencia la historia de una región controlada militarmente por grupos armados, tanto legales como ilegales, con fines de narcotráfico. Desde 1931, cuando la Gulf Oil Company inició la explotación petrolera, el Catatumbo ha estado marcado por la violencia, la resistencia indígena Barí, y la colonización impulsada por intereses económicos.
A partir de los años ochenta, el territorio se convirtió en escenario de confrontación entre guerrillas como el ELN, EPL y FARC-EP. La llegada de las AUC en 1999, con apoyo del Ejército, desató un aumento drástico en los homicidios y consolidó un corredor estratégico para el narcotráfico. En 2002, Carlos Castaño afirmó que el 70% de los ingresos paramilitares provenían del Catatumbo, mientras la población sufría necesidades básicas insatisfechas, precaria educación y ausencia de servicios esenciales.
La crisis económica, junto con la disminución de la actividad petrolera y la limitada presencia estatal, impulsó la expansión de cultivos ilícitos como la coca, especialmente en municipios como Tibú y El Tarra.
El paro campesino de 2013 marcó un punto de inflexión en la región, con miles de campesinos organizados a través de la Asociación Campesina del Catatumbo (Ascamcat), quienes exigieron al Gobierno mejores condiciones de vida, acceso a servicios básicos y el cese de la erradicación forzada de cultivos de coca. Tras semanas de movilizaciones y enfrentamientos, se alcanzaron acuerdos sustanciales como la suspensión de fumigaciones aéreas, el cese de la erradicación manual y el compromiso de implementar programas alternativos para los campesinos.
Sin embargo, el cumplimiento de estos acuerdos ha sido limitado. Aunque la producción de coca se disparó, alcanzando más de 11,000 hectáreas en 2015, los compromisos estatales en infraestructura, educación, y desarrollo rural quedaron rezagados. Esto perpetuó la dependencia de los cultivos ilícitos como única fuente de sustento para muchos campesinos, que imposibilita la transformación de las condiciones estructurales que han perpetuado la crisis en el Catatumbo.
Las comunidades del Catatumbo siguen sufriendo debido a la violencia alimentada por el narcotráfico. Grupos armados ilegales controlan el territorio y luchan por las rutas del narcotráfico, afectando a campesinos, indígenas y urbanos. A la pobreza histórica se suman el desplazamiento, homicidios selectivos y reclutamiento de menores, mientras el Estado permanece ausente en áreas clave como salud, educación y desarrollo rural. Ejemplo de esto es la guerra a muerte que se libra desde el 12 de enero de 2025 entre las organizaciones el ELN y la estructura 33 de las disidencias de las FARC en el norte de Santander y que tiene su origen en la pérdida de un cargamento de cocaína en noviembre de 2024, según informes de inteligencia militar.
Estos informes, elaborados por oficiales de inteligencia militar, detallan el enfrentamiento entre los guerrilleros del ELN y la estructura 33 de las disidencias de las FARC en el Catatumbo. Según los reportes, alias “Richard”, jefe de finanzas de la disidencia 33, acordó una alianza con el ELN sin consultar a sus comandantes superiores. Esta alianza buscaba evitar interferencias mutuas en áreas de control, rutas y contactos relacionados con el narcotráfico.
La pérdida de un cargamento de cocaína generó desconfianza entre las dos organizaciones criminales. El 12 de enero de 2025, fue asesinado alias “Catre”, jefe del frente Juan Fernando Porras del ELN. Tres días después, el 15 de enero, la familia López fue masacrada en la misma región. En las investigaciones, un informe de inteligencia militar reveló que el trabajo de Miguel Ángel López en una funeraria lo puso en conflicto con los grupos armados ilegales. López recibía amenazas por su labor de recoger y enterrar a víctimas de ambos bandos. Al día siguiente, el 16 de enero, se reportaron siete enfrentamientos armados en el Catatumbo.
Alias “Richard”, señalado como responsable de la nueva confrontación, cuenta con aproximadamente 290 hombres armados, aunque solo 40 de ellos estarían combatiendo directamente contra el Frente de Guerra Nororiental del ELN, que dispone de 15 estructuras y 2,380 hombres en el norte de Santander. De este total, 1,900 estarían involucrados en los enfrentamientos con las disidencias. Este conflicto ha dejado más de 80 personas asesinadas.
A través de inteligencia militar, se ha identificado que alias “Richard” estaría solicitando apoyo a otras estructuras disidentes de las antiguas FARC en Arauca y Cesar.
Esta guerra entre grupos ilegales deja un saldo de aproximadamente 80 personas asesinadas en los municipios de Convención, Ábrego, Teorama, El Tarra, Hacarí y Tibú. Entre las víctimas se encuentran 7 firmantes de paz y el líder social Carmelo Guerrero, de la Asociación por la Unidad Campesina del Catatumbo (ASUNCAT). A estas cifras se suman los confinamientos en los mismos municipios. Algunas personas han sido rescatadas, mientras que otras han salido en caravanas terrestres, motorizadas o fluviales. Muchas, incluyendo firmantes de paz, líderes sociales, niños y niñas, enfrentan riesgos especiales de secuestro o asesinato debido a señalamientos del ELN. Aunque algunos rescates han sido exitosos, muchas personas siguen refugiándose en las montañas sin haber sido rescatadas.
La Asociación de Comunidades y Caciques del Pueblo Yukpa reporta riesgos de desplazamiento en varias comunidades. Yukpa Tayaya, en San Pablo, Teorama, registra 126 personas desplazadas. En el Centro Piloto Karacha, en Tibú, 180 personas enfrentan la misma situación, de las cuales cinco se desplazaron hacia Venezuela. En las comunidades Ucha Petajpo y Manüracha, en Cúcuta, 325 personas se encuentran desplazadas, junto con cinco familias adicionales provenientes de otras comunidades. La comunidad indígena Barí Irocobingkayra se desplazó completamente al resguardo Catalaura, en La Gabarra, por alerta preventiva.
El desplazamiento masivo en la región es una preocupación creciente. En Cúcuta, muchas familias han llegado y se está realizando un censo en el Palacio Municipal. En Ocaña, un gran número de familias se encuentran albergadas en el coliseo. Tibú ha recibido a personas provenientes de áreas rurales, mientras que algunas familias de La Gabarra han partido por vía fluvial. En Ábrego, varias familias se han desplazado, especialmente en la vereda Hoyo Pilón. El Tarra está acogiendo a un grupo de personas en un albergue, y en la región del Zulia, en Venezuela, también se han registrado personas que cruzaron la frontera debido al desplazamiento forzado.
Tres firmantes de paz fueron secuestrados en Convención y Teorama. El pasado jueves, 20 personas fueron secuestradas, 10 de ellas mujeres. De estas, 17 continúan retenidas. Además, 12 personas han sido secuestradas con fines extorsivos.
Las actividades económicas, educativas y de subsistencia están suspendidas en los municipios afectados. Se reporta escasez de alimentos, afectando incluso a las comunidades indígenas. Personas mayores, niños, niñas, adolescentes, mujeres gestantes y personas con discapacidad enfrentan graves consecuencias y necesitan protección especial y atención urgente.
Iris Marín, defensora del pueblo, advirtió sobre la magnitud de la crisis humanitaria en el Catatumbo, destacando que en solo cuatro días se han desplazado al menos 11,000 personas. Hasta las 6:30 de la tarde, se reportaron:
- 2,178 núcleos familiares desplazados en Ocaña.
- 5,065 personas albergadas en Cúcuta.
- 2,500 personas confinadas en varios municipios.
La situación ha alcanzado niveles críticos, con comunidades enteras en riesgo de desplazamiento y una vulneración generalizada del principio de distinción. Las víctimas incluyen líderes sociales, firmantes del Acuerdo de Paz, y personas con especial protección constitucional, como niños, niñas, mujeres gestantes, personas con discapacidad e indígenas.
Mientras tanto, en los municipios de Convención, Ábrego, Teorama, El Tarra, Hacarí y Tibú, se multiplican los desplazamientos masivos, la destrucción de medios de vida y la violencia indiscriminada. Las comunidades indígenas Yukpa y Barí reportan desarraigos forzados, mientras líderes sociales y firmantes de paz enfrentan persecuciones y asesinatos.
En medio de esta tragedia, surgen preguntas que nadie parece querer responder: ¿cómo es posible que grupos que se proclaman defensores del pueblo terminen matándose entre ellos por el control de rutas de narcotráfico? Al final, la realidad parece absurda: una “guerra revolucionaria” financiada con cocaína, donde los “libertadores” terminan enfrentándose como empresarios rivales en una disputa comercial, mientras el pueblo al que dicen representar sigue muriendo de hambre, de miedo y de olvido.
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